Aunque hubiese podido aprovechar algunos contactos personales y familiares para abrirme puertas en la industria de la comarca, yo las rechacé y busqué, por mí mismo, mi primer empleo. Se trataba tanto de no seguir el camino fácil, como ponerme a prueba a mí mismo: si quería ser adulto, debía serlo desde el primer momento.
En marzo del 2001, con 25 años, tuve mi primera entrevista de trabajo. La organizaba una multinacional dedicada a la alimentación, originaria de mi provincia, y con el prestigio que le otorgaba el garantizar estabilidad y seguridad a sus trabajadores.
Aquella mañana, estaba muy emocionado: la vida me ponía delante la primera oportunidad de alcanzar la libertad financiera que había estado deseando durante mucho tiempo. Además, con la expectativa de tener un trabajo fijo, con una proyección de futuro tranquila, estable y segura.
El proceso de selección duró dos meses. Pasé por 7 entrevistas y, por fin, firmé mi primer contrato: un contrato temporal como mozo en un pequeño almacén. Sí, es cierto, me extrañó que una empresa tan renombrada estuviese buscando a un ingeniero para cubrir un puesto que, aparentemente, no parecía requerir de una persona con cualificación universitaria… Pero sabía que, profesionalmente, tenía que empezar por alguna parte y, además, como ya he dicho, no fui un estudiante particularmente brillante, así que mi currículum universitario tampoco lo era: no podía ser, por mi parte, extremadamente selectivo en la búsqueda del que iba a ser mi primer empleo.
Además, aunque nacido en país en el que se da mucha importancia a los títulos como Doctor, Ingeniero o Abogado, yo siempre he ido, en esta cuestión, un poco a la contra. Admito estar contento por haber podido acabar en un plazo bastante corto mis estudios universitarios, pero también soy consciente de que si pude hacerlo fue gracias a una familia que me dio los recursos necesarios para hacerlo. Sé, perfectamente, que en el mundo hay muchas personas que hubiesen podido acabar mi carrera de forma mucho más sobresaliente que yo, pero que, por la falta de los recursos que yo sí tuve, ni pudieron intentarlo.
Tener estudios universitarios, qué duda cabe, te abre puertas y te permite, potencialmente, acceder a trayectorias profesionales más ambiciosas, aunque la realidad nos demuestra que, en muchos casos, un universitario destacable puede terminar obligado a acomodarse a una vida laboral definida por la empresa para la que trabaja más que por sí mismo… Quiero decir que, finalmente, somos las personas las que tenemos que saber utilizar, siendo o no universitarios, las herramientas que tenemos a nuestro alcance para seguir adelante.
Decía, unas líneas más arriba, que fui contratado como mozo de almacén. El almacén estaba en Bra –una pequeña ciudad famosa por su producción de quesos- y me instalé en Cherasco –otra ciudad pequeña, con un precioso casco antiguo, dedicada a la agricultura y gradualmente industrializada-, en un piso en el que, por primera vez, viví solo.
Después de dos meses, física y mentalmente, muy duros, ocupado en descargar camiones, ordenar el almacén y preparar pedidos, tuve la convicción de que necesitaba dar un giro radical a mi actividad: aquel camino que había empezado a recorrer con tanta ilusión, no me hacía feliz.
Una mañana, me armé de coraje. Con la mejor voluntad, pedí formalmente a mi jefe jerárquico una entrevista con el director de la división a la que pertenecíamos.
Pocos días después, de manera inesperada para mí, llegó la entrevista solicitada.
Había sido un día especialmente complicado: una huelga sindical casi había paralizado toda la actividad del almacén y el trabajo se había acumulado de forma preocupante… Llevaba desde las siete de la mañana encerrado en aquel lugar y lo único que quería era que llegase la tarde para poder irme a casa a descansar. Pues bien, precisamente aquel día, el director de división se presentó en las oficinas del almacén: había decidido escucharme y había decidido hacerlo, para mí, en el peor día posible.
Especialmente cansado después de aquella jornada febril, incómodo con mi situación profesional, estaba bastante convencido de que aquel no era el trabajo de mis sueños. Al mismo tiempo, tenía muy presente que, cuando hablase con el director, no quería parecerle un tipo demasiado ambicioso, incapaz de valorar en su justa medida la oportunidad que la empresa me estaba ofreciendo. Además, estaba todavía en período de prueba… Sinceramente, no sabía cómo plantearle mi posición, aunque sí sabía perfectamente que, en los pocos minutos de conversación que íbamos a tener, tenía que jugar mis mejores cartas y de la manera más inteligente.
Conté, literalmente, hasta diez y subí con determinación los dos tramos de escaleras que separaban el almacén de las oficinas.
Ya eran las 8 de la noche cuando el director de división y yo nos encontramos en el despacho de mi jefe que, por cierto, precisamente aquel día había decidido irse antes a casa… -nunca supe si lo hizo para no asistir en directo a mi probable suicidio profesional…, o si lo hizo, simplemente, para no añadir más tensión a la que ya se respiraba en el ambiente-.
El director me dejó hablar un buen rato, mirándome fijamente y sin pronunciar ni una palabra, de la manera como sólo sabe hacerlo, en esta clase de situaciones, un ex responsable de Recursos Humanos –lo que él era-
Cuando terminé de hablar, cambiando de postura, por fin habló. Lo hizo muy pausadamente. Me dijo:
“Ingeniero Canale, cuando decidimos contratarle no lo hicimos por los conocimientos técnicos que usted pudiera tener. Sepa que en el proceso de selección hubo perfiles con un curriculum universitario mucho más notable que el suyo, se lo aseguro. Pero en aquel momento, lo que quisimos fue contratar a alguien que tuviera la humildad de empezar desde cero y la fuerza necesaria para, llegado el momento, quejarse y decir “no”.
Usted demostró la humildad suficiente para aceptar un contrato como mozo de almacén a pesar de su cualificación. Sólo quedaba comprobar si tenía la fuerza necesaria para decir “no”. Era lo que esperábamos.
Dejarle durante estos dos meses desarrollando actividades probablemente poco gratificantes para usted, sabíamos, desde el principio, que, tarde o temprano, iba a frustrarle. Sólo estábamos esperando a ver si usted era capaz de dar el primer paso.
Hoy, con lo que me está transmitiendo, no sólo se ha ganado el cambio de contrato de temporal a indefinido. Se gana, también, la posibilidad de tener un nuevo rol dentro de la empresa y nuevos retos profesionales”. Hizo una pausa y una sonrisa se dibujó en sus labios. Con voz firme –a mí me pareció terriblemente firme-, añadió: “Ha sido como cuando un niño pone un gatito en una bañera llena de agua y espera a ver la reacción del pobre animal…”.
Recordaré estas palabras toda mi vida. El director me revelaba que la empresa había sido como el niño del cuento y que yo, sin saber que ese era mi papel, había sido el gatito… Durante mis primeras semanas en el almacén de Bra, mi única preocupación había sido hacer bien mi trabajo, mientras que a la empresa no le importaba mucho que yo lo hiciese bien o mal, sino comprobar si era capaz de llegar a quejarme y decir basta…
Aquella noche, llegué a casa más frustrado que nunca. Sentía que me habían tomado el pelo, que habían experimentado a mi costa, que habían ofendido mi dignidad… Me acosté y enfebrecí.
La realidad -que entonces no supe ver-, era que acababa de recibir una gran enseñanza por parte de la empresa: nunca podemos quejarnos cuando nosotros somos los primeros que no hacemos nada para que las cosas cambien de rumbo.
Es bastante típico encontrarse, en las empresas, a empleados quejándose, todo el tiempo, por todo: por tener un sueldo que no está a la altura de sus expectativas, por la supuesta mala organización laboral, por tener que aguantar a un jefe maleducado, por tener que asumir las decisiones de la empresa que no se comparten… Con el tiempo, cuando he comprendido la enseñanza que me había transmitido el director de división, en mis días en el almacén de Bra, he llegado a la conclusión de que en estas situaciones -y en cualquier otra de parecida-, sólo podemos hacer 3 cosas:
1.- Aguantar sin que nos afecten.
2.- Irnos de la empresa, buscando un nuevo destino en el que podamos sentirnos mejor.
O
3.- Quejarnos continuamente sin tomar ninguna acción para que la situación –la nuestra y la de la empresa-, cambie.
Si te sientes identificado con la última de estas tres opciones, te invito a que reflexiones seriamente porque, vivir en un estado de queja continua, tiene un impacto físico y emocional que, tarde o temprano, te pasará factura.
Si no estás satisfecho con lo que haces o con el ambiente de trabajo en el que te encuentras, empieza a mover ficha para que esto cambie. No, no te estoy diciendo que te despidas mañana de la empresa. Probablemente, tienes responsabilidades personales, además de las profesionales, que te lo impidan. Sólo te propongo que analices lo que te está ocurriendo y que lo hagas desde una actitud constructiva, identificando todo aquello que está en tu mano para cambiar esa realidad que tanto te desagrada. Es más, una vez dejes de lado el “mantra” de la queja permanente, verás cómo las cosas, mágicamente, empezarán a cambiar…
[extracto del libro «El Dia que Dije Basta» – Erick Canale ]
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